Quisiera contribuir a la conversación sobre normas lingüísticas mostrando una aproximación al funcionamiento de lo social. Para ello, quisiera compartirles una metáfora que no es mía, sino de Harold Garfinkel*. Se trata de un embotellamiento de automóviles, o como le dicen en ciertas zonas de mi país, un taco.
Un taco es ciertamente algo concreto, algo que existe y en lo que uno puede estar envuelto (tristemente, no como en un taco mexicano, el de comer, que es apetitoso para quienes nos gusta, aunque sería raro estar envuelto en uno). Siendo el taco (el embotellamiento) algo concreto, no está hecho de autos o calles; ocurre entre los autos, emerge de sus relaciones mutuas y su situación con respecto a las calles y demás. Pero no es consensuado. Las más de las veces, un taco tampoco obedece a ningún diseño planificado por, digamos, una agencia estatal, un conjunto de leyes o una práctica comercial. Es verdad que alguien puede haber causado el taco al accidentarse, pero el taco en sí mismo no es el accidente. Además, uno puede entrar y salir del taco (no sin cierto esfuerzo) sin que eso necesariamente afecte su existencia. El taco es una realidad social, así como lo son los repertorios lingüísticos o las disciplinas académicas.
Uno no tarda en identificar “tipos” de automovilistas en el taco por cosas como su apariencia o por cómo conducen: los que se mantienen en el carril, los policías, las ambulancias, los que tratan de adelantar, los que pitan, etc. Estos últimos son importantes. Si uno no se mueve porque se distrajo en otra cosa, le llamarán la atención. Ese acto es fundamental: es una corrección que funciona como una lección. Corrige y al mismo tiempo mantiene el taco en existencia. Esto es parecido a quien le dice a una niña que no se dice “morido” sino “muerto”, o a los compañeritos que se burlan de quienes no pueden hacer las vibrantes /r/. Esos actos son los que constituyen la normatividad.
Hay normatividades que se imponen con la fuerza de la autoridad, como las de no transitar por las bermas para saltarse el taco. Hay quienes lo hacen, pero muchas veces los detienen los agentes de tránsito y los castigan con una multa (a menos que sean policías o ambulancias). Esto último sería la prescripción. Ahí están quienes no le dan trabajo a alguien que usa fricativas glotales /h/ donde esperan fricativas alveolares /s/, y piensan “esos costeños no saben hablar; se comen las eses”, a pesar de que ellos mismos usan leísmos o hacen ceseos. Pero de forma más interesante, en ese mismo grupo están los lingüistas que desestiman los análisis sociales diciendo que “eso es solo ideología” o “es un epifenómeno sin importancia”. (Lo cierto es que quienes no siguen el performance de “la ciencia” les cuesta más trabajo acceder a los presupuestos, a menos que estén bien relacionados). El punto es que poner atención a las normatividades y prescripciones nos permite ver la forma de los repertorios lingüísticos del mismo modo que nos permite ver la forma de las disciplinas académicas y los embotallemientos de automóviles. Un aspecto notable es que nos deja ver cómo se forman categorías sociales que tienen más o menos acceso a recursos.
Por supuesto, frente a un taco, uno puede bajarse del carro o directamente no usarlo; puede preferir usar la bicicleta, el tren o caminar (y comerse un taco). Lo interesante es que para cada una de estas formas de locomoción hay normatividades y prescripciones (¿han notado que cuando hay mucha gente en la vereda, todas las personas hacen un esfuerzo por no quedar en filas rectas?). Lo que cambia con estas decisiones son las relaciones de poder. Así lo es hacer grupos de estudio en donde no se anda prescribiendo el uso de la lengua, o también la participación en aprendizajes no académicos, como cultivar la tierra.
—
* Garfinkel, Harold. 2002. Ethnomethodology’s program: Working out Durkheim’s aphorism. Editado por Anne Warfield Rawls. Lanham, MD: Rowman & Littlefield.